Era nuevo residente en las montañas de Utuado. Llegué allí a trabajar en el desarrollo de una nueva iglesia. Cuatro personas, mi esposa y yo constituíamos la congregación. Nos reuníamos en una pequeña casa de madera.

Un día llegó al balcón de mi casa una persona como de cincuenta años pidiendo una limosna para el santo de madera que él mismo llevaba en sus manos. Le contesté que yo le daba la limosna a él porque el santo no la necesitaba. Rechazó la misma y silenciosamente siguió su camino.

Pasaron unos días y me encontraba visitando la comunidad haciendo contactos y dando a conocer la iglesia que estábamos comenzando. El lugar era la parte alta del Barrio La Granja. No había calles, solo angostos caminos entre una y otra casa. Llegué a uno de esos hogares y la familia me recibió. Me invitó a entrar y a sentarme. Hablaba con ellos de la iglesia y ellas, madre e hija, parecían muy interesadas. En ese momento entra el dueño de la casa, me mira y sigue para la habitación que estaba en línea recta unos quince pies adelante. Llama a su esposa y le dice: “¿Qué hace ese desgraciado aquí? Que se vaya o lo saco a patadas.”

Yo había llegado a la casa del hombre que había venido a mi casa pidiendo la limosna para el santo. Me había portado neciamente con él y ahora experimentaba las consecuencias de mi acción. Te puedes imaginar que salí más rápido que lo que piensas.

Aquel día, temprano en mi experiencia pastoral, aprendí a respetar las convicciones religiosas de otras personas no importando cuan equivocadas yo creyera que éstas fueran.

Tomado del libro: “Cada día se aprende” del Rev. Jorge Cuevas Vélez

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