Un cambio sísmico ocurre en el corazón de una madre cuyo hijo siente el llamado de Dios a ser misionero. El anuncio de esta decisión crea un desplazamiento de las emociones. Los pensamientos de estar a miles de kilómetros de distancia traen a la existencia repentina grandes brechas entre el dolor y la afectación; entre sentimientos de amor intenso y pérdida profunda; entre la aprehensión de lo que está por delante y la anticipación de lo que Dios hará.
Una madre de un misionero es invaluable para el movimiento del reino de Dios. Su nombre puede que nunca se conozca, pero ella ha probado la amarga dulzura del sacrificio requerido para dar a conocer su nombre.
Una madre de un misionero medita en su corazón esos últimos momentos en el aeropuerto, registrando el intercambio de abrazos y miradas interminables de “esto es todo”. Ella sabe que ninguna foto puede resumir la profunda emoción no expresada en dejar ir a su hijo, y a menudo, a sus nietos.
Una madre de un misionero mantiene a sus hijos firmemente en su corazón y sueltos en sus manos. Ella ha criado a su hijo para obedecer a Dios, sin saber que la obediencia radical alejaría a su hijo.
Una madre de un misionero se extiende a las emociones de una aprehensión orgullosa y el apoyo ansioso. Ella mantiene el equilibrio ferozmente aferrado a una confianza en el llamado de su hijo y la certeza de la soberanía de Dios.
Una madre de un misionero intenta reconciliar la tensión interior que siente, deseando orar para que Dios envíe a su hijo a casa, pero sabiendo que ella necesita orar para que Dios le dé resistencia a su hijo para quedarse.
Una madre de un misionero vive en la extenuante realidad de que la voluntad de Dios no siempre es igual a la seguridad. Ella entiende que enviar a su hijo a lo desconocido no es un viaje espiritual romántico, sino una batalla cotidiana con las fuerzas de la oscuridad y la luz.
Una madre de un misionero llega a la oficina de correos para enviar encantos y bienestares desde el hogar a su hijo, que está recorriendo caminos en todo el mundo.
Una madre de un misionero sabe los costos de la rendición para participar en la misión de Dios. En la oración, ella lleva el peso de la Gran Comisión, ya que su hijo lleva su nombre a aquellos que nunca han escuchado.
Una madre de un misionero atesora las sinceras palabras de otros que le dicen: “Estoy orando por tu hijo”.
No importa cómo haya llegado la madre de un misionero en este viaje, todos los caminos exigen la misma realidad rigurosa. Mientras su hijo aprende a vivir en una nueva cultura, debe aprender a atravesar este nuevo paisaje en su corazón. Ella puede estar segura de que este camino que ahora camina es parte de una narración eterna y grandiosa de Dios usando personas como vasijas para dar a conocer su nombre en toda la tierra. Su historia es parte de la misión de Dios.
Carmen Peterson
Directora de Misiones