Dichoso el hombre que no sigue el consejo de los malvados, ni se detiene en la senda de los pecadores ni cultiva la amistad de los blasfemos, sino que en la ley del Señor se deleita, y día y noche medita en ella. Salmos 1:1-2

Desde los albores de la historia y desde el momento que el ser humano adquiere conciencia de valores, uno de sus mayores afanes es conseguir la felicidad.

Se nos enseña a buscar la felicidad aun desde la niñez, es decir, la meta fundamental de la vida es SER feliz. Y aun nuestra propia naturaleza está programada para ser dichoso. No hay nada malo en esto, de hecho, es bueno, sano y deseable SER feliz.

Sin embargo, como una extraña paradoja de la vida, cuanto más buscamos la felicidad, más distante se encuentra, más inalcanzable parece y más dolorosa se torna su búsqueda. La sorpresa se acentúa cuando acudimos a la Palabra de Dios para ser orientados por ella en cuanto a esta temática, y descubrimos un poco anonadados que no hay ni siquiera una promesa, una sola indicación, y ni aun una sola referencia a buscar la felicidad. Aparentemente, la búsqueda de la felicidad es imposible. Entonces nos preguntamos… ¿Por qué? 

Mi estimado lector, le tengo noticias, la felicidad NO SE BUSCA. La felicidad es una consecuencia, un resultado. Solo es dichoso quien busca la dicha de los otros. Solo es feliz quien hace feliz al otro. El gran filósofo, teólogo y poeta danés Soren Kierkegard decía: “Haga a Dios feliz y usted será feliz, busque ser feliz y usted será infeliz.”

Esto es precisamente lo que nos enseña el Salmo primero. Cuando hacemos feliz a Dios, somos felices con nosotros mismos y estamos aptos para ser feliz a los demás. Te pregunto: ¿Estás haciendo a Dios feliz? Estas amándolo, orando, leyendo su Palabra y obedeciéndolo. Si es así, no solo harás feliz a Dios, sino tú mismo serás feliz y a los demás harás feliz.

Pastor Luis O. De León

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