Los años de estudio en Toccoa Falls Institute (hoy Toccoa Falls College) fueron años de encuentro conmigo, con otra cultura, con una experiencia cristiana significativa; años de retos en los que tuve que aprender a confiar en la provisión de Dios para mis necesidades.  Fue tiempo también de intimar con el Señor Jesucristo, Su palabra, con gente que lo amaba y querían darlo a conocer.

Hice de todo para ganar mi sustento pues no había reservas económicas ni becas disponibles.  Corté la grama, fregué, abrí y cerré los portones de la institución, pinté, toque la campana anunciando la hora del desayuno, almuerzo y cena, enseñé español y alimenté los cerdos de la porqueriza del colegio.

Fue esta última tarea, la que menos me gustaba, quizás la que mejor sirvió para probar mi determinación de prepararme para servir a Jesucristo.  Era el día que comenzaban las clases en la Universidad de Puerto Rico y yo estaba a eso de las 2:00 p.m. en Toccoa Falls en la porqueriza junto a mi amigo Oliver.  La costumbre era llevar en una camioneta de dos a cuatro envases de cincuenta galones de sobrantes de comida del día anterior, el desayuno y el almuerzo del día.  Llegábamos a la verja, de unos tres pies, de la porqueriza y los cerdos se acercaban y gruñían más y más.  Dejábamos caer la comida sobre todos ellos.  Estos se sacudían y parte de la comida que había caído sobre ellos se desprendía y volaba pareciendo una fuente que regaba los alrededores.  La diferencia era el mal olor y lo desagradable de verse impregnado de la grasa de las sobras de comida que contenían.  Los que estábamos en la camioneta recibíamos la mayor parte ya que nuestra distancia apenas era de dos pies de altura de los cerdos.

Mientras vivía esa experiencia en Georgia pensaba que las clases comenzaban en Rio Piedras ya.  Algo extraño sucedió.  Sentí que algo me decía: “mira donde estás y cómo estás en vez de estar hoy limpio continuando tus clases en la Universidad de Puerto Rico”. Una rara emoción envolvió mi ser.  Mi mente se movía entre Rio Piedras y la porqueriza.  Le dije lo que estaba pasando a Oliver.  Me invitó a orar.  Hablamos con Dios y al terminar la oración una hermosa paz arropó mi ser.  La UPR (Universidad de Puerto Rico) se fue opacando y la carretera al Colegio Bíblico, con sus edificios como fondo, quedó clara en mi mente.  Había ganado la primera batalla.  Desde aquel día alimentar a los cerdos fue un placer.

 

Tomado del libro: “Cada día se aprende” por el Rev. Jorge Cuevas