Muchos piensan que para ser felices necesitan una sucesión de situaciones agradables. Se alcanzaría la felicidad por medio de factores dichosos. Todo debe estar bien: bien la economía, bien la familia, bien la salud y bien la religión. La suma de todo nos permite dar gracias a la vida porque “todo está bien”. Hasta que descubrimos que aún con todo esto, la vida parece carecer de sentido y aventura.

Hasta que un día cualquiera experimentamos la inesperada dicha de ser desdichados, de tener un problema serio, una enfermedad grave, una decepción emocional o una caída moral. Se rompe el frágil caparazón de la falsa felicidad y nos encontramos tal como somos: solos y necesitados.

Entonces descubrimos el secreto milenario que transformó a hombres y mujeres comunes en gigantes espirituales y en instrumentos de bendición. Jacob y su lucha solitaria; Abraham y su hijo con la sentencia de muerte; Moisés y el largo desierto; David y Betsabé; Daniel y el foso de los leones; María y su corazón traspasado, y la heroica lista de Hebreos Capítulo 11.

Recién entonces damos gracias por nuestra desgracia. Comenzamos a experimentar la presencia personal y esplendorosa del Señor y recibimos el consuelo y la dicha de la bendición del Espíritu Santo.  Y con inexplicable sonrisa dice  nuestro corazón: “GRACIAS, SEÑOR POR MI DESGRACIA”. 

Tomado del libro “Un corazón Pastoral” escrito por el Dr. Carmelo B. Terranova

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