En un mundo donde el individualismo parece regular las relaciones entre las personas, haciéndolas más frágiles, la fe nos llama a ser Pueblo de Dios, a ser Iglesia, portadores del amor y de la comunión de Dios para toda la humanidad.

 No podemos  construir nuestra fe personal en un diálogo privado con Jesús, porque la fe nos ha sido dada por Dios a través de una comunidad de creyentes, que es la Iglesia. Por lo tanto, esa fe nos  inserta en una comunidad que está enraizada en el amor eterno de Dios, que en Sí mismo es comunión del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.

 Nuestra fe es verdaderamente personal, sólo si es a la vez comunitaria: puede ser “mi fe”, sólo si vive y se mueve en el “nosotros” de la Iglesia.

Estamos inmersos en comunión con los demás hermanos y hermanas en la fe, con todo el Cuerpo de Cristo, sacándonos fuera de nuestro aislamiento.

Es la  voluntad de Dios el santificar y salvar a los hombres, no aisladamente, sin conexión alguna de unos con otros, sino constituyendo un pueblo, que le confesara en verdad y le sirviera santamente.

La iglesia no puede ocultar la relación que tiene con Jesús, relación que la descubre porque es luz en medio de las tinieblas, luz que no se puede esconder debajo de una mesa.  Por tal razón,  no podemos dejar de compartir lo que hemos visto y oído, es nuestra misión; nuestro llamado es el mandato de Jesús para la iglesia: ‘’Por tanto id y haced discípulos a todas las naciones, bautizándolos en el nombre del Padre,  del Hijo, y del Espíritu Santo (Mt. 28:18).

No podemos olvidar que hay rostros marcados por el dolor, el sufrimiento, la soledad, la angustia y  la desesperanza que nos hablan, nos gritan, nos invitan como iglesia que nos detengamos y mostremos misericordia.

Gilberto Meléndez

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