El bosque estaba lleno del aroma de las flores, el trinar de las aves, el zumbido de las abejas y el cantarín sonido del arroyo. Lentamente el sol se fue ocultando en el horizonte. El tono rojizo, azul y violáceo del ocaso iba anunciando el fin del día y el comienzo de la noche. A medida que las sombras cubrían el bosque, las abejas regresaron a sus colmenas, las flores fueron cerrando algunos capullos, y cada una de las aves, que con sus cantos daban conciertos de alegría y gratitud, fueron haciendo silencio. La noche vino, y apenas se divisaban estrellas en el distante cielo, y un fugaz rayo de luna se asoma entre el follaje. El silencio era sobrecogedor, temeroso y desconcertante. A lo lejos un aullido de hiena… y solo silencio en la oscuridad.
De pronto, como la música más hermosa jamás imaginada, con los trinos más victoriosos y con sonidos que recorrían toda la escala y todos los tonos musicales, el ruiseñor comienza a cantar. Todo sigue en silencio, solo el ruiseñor canta. Es la canción en la noche de un ave que adora al Creador y disfruta de su creación. No deja de cantar hasta que el alba amanece.
Cuando no hay luces en el camino, cuando las puertas se van cerrando lentamente, cuando parece que la luz se va y la noche viene sobre nuestra vida, cuando las palabras de los amigos no tienen sonido ni los dolores del alma explicación, es entonces cuando el creyente canta, adora, alaba y en medio de la noche descubre el milenario secreto de los patriarcas, que enfrentan las críticas con estas palabras inmortales: “Y ninguno dice: ¿Dónde está Dios mi Hacedor, que da cánticos en la noche?
En el corazón de cada santo y cada mujer de Dios hay un Ruiseñor Celestial, ¡Déjalo cantar…!
Dr. Carmelo B. Terranova