Mi mamá tenía una mano fabulosa para hacer algunas comidas. De niños, el olor nos atraía a la cocina como la miel a las moscas. Y siempre que venía visita a casa, cosa que era muy frecuente, anticipábamos uno de los platos deliciosos.
Una tía mía, de esas tías que nunca faltan, que preguntan por todo y todo lo complican, quería saber el secreto del buen gusto que tenían esos platos favoritos de mamá. Mi madre sonreía y dilataba la respuesta.
Nuestro hogar era feliz. Añoro la alegre y encantadora infancia. Papá y mamá parecían dos novios y nos causaba gracia la frescura encantadora de su amor contagioso. Nos hicimos mayores. Nos casamos. Y Papá es el primero en tomar la ruta al cielo. Por muchos años mamá le sobrevivió. ¡Nunca perdió esa mano excepcional para aquellos platos que de la infancia nos seguían conquistando con su grato aroma y olor.
Creo que mi tía nunca supo el secreto de aquellas comidas. Hace algunos años le pregunte a mi anciana madre la receta de aquellas comidas, y aún más de todo lo que ella hacía. Todavía puedo ver la dulce sonrisa dibujarse en su arrugado rostro y el brillo chispeante de sus ojos azules. Me dijo lenta y quedamente: “¡Hijo, no hay ningún secreto, son las mismas cosas que la gente le pone, yo solo le agrego una pizca de oración. Le digo a mi buen Señor: ‘Haz que esta comida alimente, guste y bendiga’. Y cuando Dios bendice una comida siempre el sabor es mejor”!
No me costó creerlo. Conocía bien a Mamá. Pero mi tía no lo hubiera entendido. No sé si tú lo entiendes. Pero prueba. Agrega a cada cosa una pizca de oración. Invita a Dios a intervenir en tu vida y las cosas de tu vida. Todo tendrá mejor sabor porque probablemente al orar a Dios algunas cosas serán quitadas y otras agregadas.
La receta de Mamá todavía funciona.